viernes, 24 de junio de 2011

Para que sirve una academia

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Editoriales

Para qué sirve una Academia

«En una España en que la alta cultura va siendo arrinconada por la banalidad, cumple recordar que, tal vez, el principal escollo de la IIª República lo constituyera haber sido propiciada por intelectuales metidos a políticos, en tanto uno de los primeros problemas de la España presente reside en el lamentable nivel cultural de quienes pretenden traer la IIIª»

Día 21/06/2011
HACE unos años, un ayuntamiento de progreso(el de Cáceres) resolvió, henchido de memoria histórica, corregir un grave entuerto: cambiar el nombre de una calle («Héroes de Baler»), por franquista. Es tiempo perdido rogar a los justicieros iconoclastas que lean el libro de su paisano Saturnino Martín Cerezo sobre los Últimos de Filipinas: ni leen ni les interesan actividades tan poco productivas. En un tiempo más lejano, otro sabio de la misma cuerda, clamaba a voz en cuello por la retirada —por franquista— del escudo de los Reyes Católicos en la fachada de la Real Chancillería de Granada que, como es sabido, data del siglo XVI. Ejemplos de este jaez proliferan de tal modo que, amén de sonrojarnos a los españoles preocupados por nuestra cultura, explican bien el desguace del Archivo de Salamanca, el muy discutible montaje del Museo de América o las maquinaciones para transmutar el Valle de los Caídos en parque temático de la progresía, tomando quizás por guía el Museo de la Revolución de La Habana, o el de Bahía Cochinos, que como modelos museísticos no tienen precio.
Ni la izquierda ilustrada se salva en la presente politización sectaria. No hace mucho, un político de segunda fila, de los que gustan ejercer en las sombras de eternos Fouchés de bolsillo —aunque reputado a diestra y siniestra como genio de la comunicación— inquirió a quien le acompañaba qué era un imponente edificio situado en la madrileña Calle del León. «Es la Academia de la Historia», fue la respuesta, a lo que el prócer mediático filosofó concluyente: «¿Y para qué sirven las Academias?», nunca sabremos si impelido por el ansia, habitual en su partido, de extirpar antiguallas, para reemplazarlas por tipos que exhiben calzoncillos de colorines, o relamiéndose ante la eventualidad de derribar la suntuosa fábrica y recalificar el terreno. Sabe Dios. Pero la pregunta permanece y en estos días de desmesura y sectarismo contra la Real Academia de la Historia, se han lanzado tropeles de periodistas y políticos a repetirla. Y no sólo de la autotitulada «izquierda». La superficialidad frívola con que se ha enjuiciado y condenado en bloque el Diccionario Biográfico, tan costosa y tesoneramente alumbrado —y por ende a toda la institución—, ha sido la tónica predominante en noticieros y tertulias. Periodistas y miembros del PP (cuyos nombres piadosamente omitimos) se han jugado y perdido el respeto que se les pudiera tener: no se puede argumentar de forma tan irresponsable, ridiculizando todoel trabajo: 43.000 biografías, 5.500 colaboradores, doce años de esfuerzo y milagros por parte del director para lograr la financiación, de fuentes diversas, no sólo oficiales. No hablaré de mis modestas aportaciones a la obra, centradas en figuras del siglo XVI, pero sí me consta que todas las personas que conozco, partícipes del proyecto, han trabajado con seriedad y dedicación.
El nuestro es un país contradictorio en el que coinciden lo mejor y lo peor del intelecto humano. Y peligroso, con la ligereza entronizada como norma, por estar todo prendido con alfileres: un incidente inesperado puede torcer gravemente nuestra historia produciendo daños irreparables (¿para qué volver sobre el 11 de marzo?). Una tierra donde cualquier indocumentado se cree sobrado de facultades para exigir lo que sea, sin tener la menor idea de la materia sobre la que pontifica. A veces llegan al Congreso, o incluso, contra toda lógica formal, a un ministerio, con mando en plaza. Y de ahí los destrozos de la era Rodríguez. Piden, reclaman, exigen que se rectifique, se cambie o —de plano— se retire y prohíba el Diccionario Biográfico de la R.A.H., todo, por un concepto («autoritario») utilizado en unabiografía (entre 43.000): la osadía es buena compañera de la ignorancia. Vean, por ejemplo, las biografías de Arias Navarro, Carrero Blanco o el coronel Eymar y dejen de decir tonterías sobre franquismo. Me pregunto cuántas veces —fuera de actos protocolarios— estos críticos sobrevenidos y muchos otros del coro de enterados han visitado la Real Academia de la Historia, si sabrán de los 380.000 volúmenes de su biblioteca, de las maravillosas colecciones de manuscritos que atesora y esperan a los pocos visitantes que los buscan; de los trabajos de digitalización; de las colecciones arqueológicas; de los esfuerzos desinteresados de los académicos y de su director.
¿Sabrán del Departamento de Cartografía, del Gabinete de Antigüedades, de publicaciones de altísimo nivel, del Boletín de la R.A.H. (revista científica que va por el tomo 206), de exposiciones, ciclos de conferencias, restauraciones artísticas, colaboración con otras instituciones, presentación de libros, proyectos de investigación (legislación histórica de España; proyecto Testaccio / Amphorae)? O, mirándolo de otra manera, la R.A.H. es un sabroso bocado, como botín que todavía no se controla pero que, con una lumbrera de las habituales al frente, puede irse al garete, bien reconvertido en multicopista de panfletos de memoria histórica, una vez ultimado uno de los reductos de libertad aun no anegados por el control audiovisual.
Desde los prodigiosos días de esperanzas ilustradas en que don Julián Hermosilla, en 1735, albergaba en su casa la primero llamada «Academia Universal» y finalmente creada por Real Orden de 1738 como R.A.H., sus salas, biblioteca, dirección, han acogido a Campomanes, Jovellanos, Cánovas del Castillo, Menéndez y Pelayo, Pascual de Gayangos, Lafuente Alcántara, Menéndez Pidal, García Gómez, Rumeu de Armas… No puedo citar a todos, que me disculpen los excluidos, pero no olvidados. ¿Estarán a la altura de…? Pongan ustedes los nombres de quienes gusten y tanto ven y oyen en televisión. Sólo por educación de cristiano viejo omito nombres, andanzas y perlas filosóficas de quienes dominan nuestros actuales medios de comunicación, donde se acusa al Diccionariode recoger pocas biografías de mujeres (lo cual sólo es un reflejo de la subsidiaria relevancia social que tuvieron en el pasado, afortunadamente superada. ¿Injusto? Mal estuvo, pero fue así: ¿habrá que inventar biografías de cuota?). Han llegado a tirar por tierra toda la obra reduciéndola a un corta y pega arbitrario y absurdo de fotocopias fragmentarias. ¿Tienen la menor idea estos arrojados tertulianos de la tarea de conocimiento previo, estudio y selección de fuentes y bibliografía, redacción y por último síntesis que requiere cada artículo? Como con los cacereños de Baler, explicárselo es perder el tiempo.
En una España en que la alta cultura va siendo arrinconada por la banalidad y por una tecnología convertida en un fin en sí misma, como negocio que es, cumple recordar que, tal vez, el principal escollo de la IIª República lo constituyera haber sido propiciada por intelectuales metidos a políticos, en tanto uno de los primeros problemas de la España presente reside en el lamentable nivel cultural de quienes pretenden traer la IIIª.
SERAFÍN FANJUL ES CATEDRÁTICO DE ESTUDIOS ÁRABES, MIEMBRO ELECTO DE LA REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA

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