El canal y los muertos
Diario sin motocicleta
Canek Sánchez
Comercio internacional. Canal de Panamá, 2011. Foto: Canek Sánchez
La historia de Panamá está indisolublemente unida a la historia del canal interoceánico, un sueño que comenzó a finales del siglo XVI, cuando Portobelo, en la costa caribeña, se convirtió en el puerto más codiciado por la piratería internacional, pues ahí se concentraban la plata de la Nueva Granada y el oro del Perú para luego partir hacia España (Francis Drake murió en Portobelo, ciudad que también sería asaltada, casi un siglo más tarde, por Henry Morgan, entre tantos otros). La primera ruta, mezcla de camino de tierra y travesía por río, se utilizó hasta bien entrado el siglo XIX.
En 1850 inició la construcción del ferrocarril que uniría ambos mares, desde Panamá hasta la recién creada ciudad de Colón, convirtiéndose de inmediato en la vía fundamental para el movimiento de mercancías. La empresa ferrocarrilera a través de la selva tropical costó la vida a unos 12 mil trabajadores y fue el pilar tecnológico necesario para la aventura del canal. Así, en 1881 la Compagnie Universelle du Canal Interocéanique de Panama empezó la construcción del canal tras haber adquirido los derechos de explotación del gobierno colombiano. Cinco años más tarde, agobiado por los políticos franceses, la falta de fondos y la altísima tasa de mortalidad de los obreros (20 mil fallecidos, la mayoría por enfermedades tropicales), el ingeniero Ferdinand de Lesseps abandonó Panamá y dejó el proyecto inconcluso y la empresa en la quiebra más rotunda. Entonces Estados Unidos se involucró, una vez obtenida, en 1903, la independencia panameña. El actual canal se inauguró en 1914. Se dice que un millón de barcos lo han cruzado desde entonces.
En las afueras de ciudad Panamá se encuentra la esclusa de Miraflores, la más grande del canal. Convertida en atracción turística (impresiona ver los barcos de gran calado, repletos de contenedores, ascender o descender a través de sus aguas), la esclusa es un excelente punto para imaginar la grandiosidad de un proyecto como éste a principios del siglo XX. Es decir, hoy, mientras se trabaja en la ampliación del Canal —se construyen nuevas esclusas, mucho más grandes y aptas para los nuevos buques— se pueden ver decenas de máquinas y muy pocos hombres en el campo de trabajo, pero hace 100 años esta obra llegó a contar con 19 mil obreros trabajando al mismo tiempo. En su momento, pese al intenso trabajo manual, se desarrolló la más avanzada tecnología para excavar, dragar, limpiar y hacer funcionar las enormes compuertas de las esclusas, altas como un edificio de siete pisos, hechas de acero puro. Una vez más, barbarie y cultura, explotación y desarrollo iban de la mano, dejando tras de sí un reguero de sangre y billetes de dólar. Miles de negros de las Antillas, miles de chinos, miles de colombianos y miles de europeos dejaron sus huesos en esta obra, tal y como los esclavos de los egipcios o de los aztecas dejaron los suyos en las faldas de las pirámides...
A las siete de la mañana abordo el tren de la Panama Canal Railway Company en dirección a Colón. La vía corre paralela al canal (indisolubles, pertenecen a un mismo proceso económico, mercantil, industrial, obrero). Los vagones son antiguos y bellos, como un tren de juguete que aún no ha pasado por las manos destructivas del niño o del hombre. Vestigio del reciente pasado colonial, no es difícil imaginar a los hombres de negocios estadunidenses y a sus familias cruzando de costa a costa. Los vagones con sus interiores de maderas rojizas, mullidos sillones verdes, lámparas como candelabros y los baños con esos pequeños detalles que sobrepasan la eficiencia para adentrarse en el adornismo, recuerdan que los pudientes ocupaban este espacio. Sí, es un tren colonial, ahora con turistas y familias panameñas que van de compras a la Zona Libre de Colón.
El viaje, de poco más de una hora, transcurre en medio de la selva (lo que queda de ella), esa masa verde atravesada por el progreso —el tren, símbolo máximo de la revolución industrial, mueve sus vagones como si aplastara árboles en el camino. De pronto se ve un campo de golf, bien afeitado y pulido. En otro punto, una prisión miserable que en lugar de muro tiene una cerca electrificada, y los reos nos ven pasar con presidiaria envidia. El canal aparece a la izquierda (los barcos, las obras de ampliación) recordando una vez más cuán formidable y devastadora fue/es su construcción. Luego la vía atraviesa el Lago Gatún, pasa junto a la esclusa del mismo nombre y el recorrido termina en la derruida Colón, esa cicatriz en la faz panameña, una ruina obligada a la supervivencia y la criminalidad.
El deterioro se encuentra en cada esquina, salvo en la pulcra área protegida por murallas y guardias que lleva el ridículo nombre de Zona Libre (el capitalismo encerrado en sí mismo, ajeno al devenir de la realidad de Colón). La Zona Libre es una institución autónoma del Estado panameño, la más grande zona franca de América, donde se compra al por mayor sin carga impositiva alguna. Paraíso del comercio mundial, fue creada, entre otras cosas, para impulsar el desarrollo y la economía de la ciudad que la acoge, aunque pronto le volvió la espalda y los beneficios cesaron de fluir. Al no haber impuestos municipales sobre las empresas que ahí se asientan, el capital simplemente escapa. Adentro, el aire acondicionado y las cosas lindas; afuera, el calor torturante, las drogas duras y esos sucios negros que llenan las calles. El racismo sigue siendo un poderoso eje social en este país (nadie quiere recordar que ellos construyeron sus estructuras) y, al igual que en el resto de Centroamérica, la costa caribeña continúa relegada al subdesarrollo más austero. De un lado el mall, del otro, el barrio infecto.
A poco más de una hora de Colón, siguiendo la maltrecha carretera junto al Caribe, se llega a Portobelo, antigua joya de la Corona y hoy un pequeño pueblo restaurado y perdido. A lo largo del camino se ven poblados rotos, algunos con multifamiliares de los años setentas, ya sin pintura ni seguridad alguna. La belleza natural contrasta con el abandono que florece por doquier. Entre la selva y el mar la vida continúa en la pobreza tropical.
La bahía de Portobelo, “descubierta” por Colón en 1502, devendría, 100 años más tarde, puerto fundamental en el tráfico de metales preciosos hacia Cádiz. Se dice que durante los siglos XVII y XVIII un tercio de la riqueza de América partió del ahora restaurado edificio de La Aduana, hasta que sucesivos ataques de piratas y corsarios acabaron con ella (Henry Morgan la saqueó durante dos semanas, no sin brutalidad). Portobelo no se ha recuperado del todo; su época dorada —nunca mejor dicho— quedó irremediablemente en el pasado, en el olvido, quizá. Hoy, si acaso, llegan durante el día los autobuses cargados de turistas, y en la tarde el poblado se vuelve a vaciar.
Es bello, sí, pero también vacío. Roto. Incompleto hoy.
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