Sobre “Una historia aburrida” de Anton Chejov
Este relato ejemplifica la extraña condición que la obra de Chéjov tiene en nuestro país. Es un escritor traducido, pero no suficientemente, y nos encontramos con relatos que se repiten hasta la saciedad en cualquier antología de él publicada, mientras otras joyas permanecen en un limbo extraño de desconocimiento y olvido. Me precio de poseer una buena colección de las traducciones hechas en España de Chéjov y sin embargo no es extraño descubrir cada poco nuevas historias nunca antes traducidas, del mismo modo que poseo al menos diez traducciones distintas de "La dama del perrito". Es un desbarajuste tremendo, pero no puede confiarse en que ninguna editorial asuma la responsabilidad de publicar unas obras "casi completas" del maestro ruso, por lo que sus seguidores más compulsivos habremos de seguir amontonando versiones de "La dama del perrito" a cambio de un relato o dos nuevo en cada edición, mientras que aquellos buenos aficionados, pero sólo aficionados, al autor ruso preferirán confiar el conocimiento de su obra a una o dos antologías de referencia, perdiéndose en el camino obras maestras, como esta de la que hablaré en esta y la siguiente entrada.
Tengo en mi mano un volumen, encuadernado con una chillona cubierta naranja, perteneciente a la colección "Club joven", de la editorial Bruguera, y publicado en abril de 1982. "La cerilla sueca y otros cuentos." Es el primer libro que poseí del maestro, en una colección que acometí con las pagas que mi padre me daba cada domingo -y que nunca eran suficientes para completar la compra semanal del libro de la colección, por lo que mi madre me entregaba el dinero que me faltara en cada ocasión-. Fue el primer libro de Chéjov que leí, y confieso que no me gustó. No tenía las acometidas sentimentales de Dostoievsky -del que la colección publicó "Noches blancas" y "Pobres gentes", la primera obra del ruso- o Gorki -"Dias de infancia", un libro esplendoroso y romántico que no se ha vuelto a publicar que yo sepa en España-. Chejov no era tan aventurero como Pushkin -"La hija del capitán"- ni hablaba del amor con la franqueza triste de Turgueniev -"Primer amor" y "Humo"-. Por los mismos motivos por los que nos enamoramos de una persona entre miles o de entre todos los sueños posibles nos asalta uno determinado cada noche, no entendí aquel libro de Chéjov. Me pareció sencillo, incluso bobo, no le ví la gracia. Evidentemente, con el tiempo descubrí las razones del misterio. La infancia ama la aventura y lo truculento, pero no la trasparencia. Chéjov es trasparente, casi líquido, y eso asusta a un joven que comienza a adentrarse en la literatura y que busca desafíos en cada libro que lee. Una obra como la de Chéjov, clara y directa, y sin embargo elusiva y extraña y melancólica, sólo está al alcance de cierta madurez. Con el tiempo, años después, conseguí dos pequeños tomos de Aguilar que recogían una recopilación amplísima de sus primeros relatos, los más antiguos, las estampas humorísticas que fue escribiendo para poder ganar dinero rápido con el que mantener a su familia y que publicó con éxito en diarios como "La libélula" o "El espectador". Relatos muy lejanos todavía del gran arte de sus historias posteriores y que numéricamente configuran el grueso de su producción. Pero gracias a esos tomitos de Aguilar le dí una segunda oportunidad a Chéjov -en esos momentos apenas había ediciones suyas en el mercado, al contrario que hoy, gracias a editoriales como Alba o Mondadori, que atienden con delicadeza a la literatura clásica del XIX y comienzos del XX- y tuve la experiencia del que redescubre un paisaje inadvertido en un primer viaje, quizás porque lo tapó la niebla o una incómoda lluvia. Volví a leer aquel volumen de Bruguera, y sus relatos, traducidos espléndidamente por Augusto Vidal -no sé ruso pero suenan a maravilla en su versión- surgieron otra vez ante mí, ahora sí tan esplendorosos como fugaces.
El volumen recopila once relatos que no son de los más conocidos de su producción, y lo cierra "Una historia aburrida", casi una novela corta de ochenta páginas, en la que me centraré. Tras releer el relato y buscando alguna información sobre él descubro que Sergio Pitol en su libro de ensayos "El arte de la fuga", relata en el capítulo "Chéjov, nuestro contemporáneo", que
"Thomas Mann, en un célebre ensayo sobre Chéjov escrito pocos meses antes de morir, señala: "Ya en plan de citar y elogiar, es indispensable mencionar Una historia aburrida, la que amo más que cualquier otra de las creaciones de Chéjov. Una obra absolutamente extraordinaria y fascinante, que en su silenciosa y triste singularidad quizás no tenga rival en toda la literatura." "
Cuando acababa de leer el relato me enardecía la tristeza de pensar que ese relato no fuera referencial en el comentario de su obra, y desconocía la opinión de Thomas Mann, lo que no hace sino confirmarme que a pesar de su publicación constante, hoy en día, aún, Chéjov sigue siendo un misterio por explorar para todos nosotros.
Pero acabaré aquí esta introducción antes de que mañana entre a comentar el relato en sí -me gusta comentar el modo en que se conocen determinados autores y obras, porque creo que eso es también la literatura, narrar la forma extraña en que hallamos libros a través del azar, y cómo el azar se transforma en alimento intelectual y sentimental, y luego recuerdo, y ahora rememoración-, con un descubrimiento gracias a Internet que me ha llenado de alegría. Sorprendentemente, hay una edición reciente de este mismo libro que tengo entre las manos -en los momentos en que no aporreo el teclado para escribir el artículo, claro-. La editorial Tábula Rasa publicó el año pasado exactamente esta edición con la traducción de Augusto Vidal que en su tiempo llevó a cabo Bruguera. El libro, por ser una editorial minoritaria, pasó completamente desapercibido, pero sé que muchos de vosotros, atentos lectores y exploradores de misterios, os animaréis a pedir en vuestra librería este libro porque os aseguro que "Una historia aburrida", incluida en él y de la que mañana hablaré más en extenso, es simplemente una maravilla escondida.
En 1889, uno de los cinco hermanos de Chéjov y su preferido, Nicolás, muere de tuberculosis a la edad de treinta y un años. Nicolás era artístico, perezoso y alcohólico. De algún modo resumía el carácter de muchos personajes de Chéjov. Amante de la música y la pintura, era de todos sus hermanos el que con más fuerza animaba a Antón a escribir, sentándose junto a él y tocándole al piano sus piezas preferidas, Sonatas de Beethoven y los Preludios y Nocturnos de Chopin. A la hora de su muerte, Chéjov llevaba un par de meses pegado a su cama, sin descuidarlo ni un segundo. En junio de 1889, sin embargo, el escritor decide hacer un pequeño viaje que le oxigene del esfuerzo de sus cuidados constantes. Serán unos días tan sólo, pero como si de una historia suya se tratase, es entonces cuando su hermano muere finalmente. La muerte de Nicolás, que le afectará fuertemente -a su modo adusto, severo, sin alharacas. Escribía otro hermano, Alejandro, a su padre: "Todo el mundo solloza. El único que no llora es Antón; mala señal"- tendrá una incomparable influencia en su obra; de algún modo incorporará a ella una serie de matices trágicos y le obligará a observar la muerte con una sensación de absurdo, que no fatalismo, que ya no desaparecerá de sus relatos. Si lo traducimos a acciones concretas, la muerte de su hermano, le anima, para entender la vida miserable y sin esperanzas a que se enfrentaban muchos de sus compatriotas, quizás para alejarse del dolor, a iniciar su famoso viaje a la isla de Sajalín, del que no volverá siendo el mismo. Allí llevará a cabo un reportaje único en la historia del periodismo, un reportaje que ningún periódico le había pedido, una historia que él mismo se financió y sin la intención de darla a conocer en un medio determinado, con la única intención de enfrentarse a un tema que le atormentaba, por el gusto de hacerlo, como ruso y escritor.
La otra consecuencia es que escribe una historia larga, Una historia aburrida, ese mismo año. Aunque ya había creado relatos fundamentales como Enemigos, o historias largas como La estepa, la narración que le hizo famoso, Una historia aburrida tiene una importancia fundamental en su obra, y en la de todos aquellos que se enfrentan a ella.
Esta historia es el reflejo chejoviano de una historia magistral publicada treinta años antes, La muerte de Iván Ilitch, de Tolstoi. Chéjov admiraba a Tolstoi, aunque no estaba de acuerdo con sus planteamientos maximalistas. Aquí el personaje de Chéjov es un prestigioso profesor de universidad que sabe que va a morir -primer elemento absurdo: la amenaza de la enfermedad, al contrario que con la novela de Tolstoi, es innombrada, difusa, no hay un peligro claro, el profesor sabe que va a morir y como tal lo asumimos- y que desde la atalaya del triunfo social -el prestigio, la admiración de sus iguales, el respeto de la clase intelectual- asume y expresa su vacío interior, su íntimo convencimiento de que todo aquello que hizo en la vida se disuelve sin adquirir importancia alguna, sin expresar una posibilidad de permanencia o trascendencia. La muerte no aparece como amenaza de descomposición física, sino como seguridad de desvanecimiento anímico y espiritual, dispersión de la memoria, enflaquecedora del ánimo -es un magnífico profesor que ha vivido con pasión sus clases y se nota que cada vez tiene menos fuerzas para darlas a sus alumnos-, la muerte aparece como un fin sabido que nos coloca en nuestra posición absurda frente al mundo. Somos muchas cosas durante la vida, pero cuando la muerte se acerca, igualadora y desesperante, nos convertimos en despojos de nada, en desaparición de posibilidades.
El relato es fascinante por el modo en que poco a poco nos va introduciendo en los sentimientos más profundos e íntimos de un personaje que comienza hablando de sí mismo en tercera persona: "Existe en Rusia un profesor emérito llamado Nikolai Stepánovich de Tal, consejero secreto y en posesión de tantas condecoraciones nacionales y extranjeras que, cuando se las pone, los estudiantes le cuelgan el remoquete de iconostasio". Habla de sí en tercera persona porque sabedor de su desaparición física, también desaparece su convicción interna de ser el hombre que dicen que fue, que él mismo supo que fue. Se convierte en memoria verbal en tercera persona. Je suis un autre, según Rimbaud. Ese es el proceso que el relato nos muestra magistralmente, el progresivo extrañamiento respecto de aquello que poseyó y tuvo, y sobre todo, la frustrante sensación, al final de la vida, de que todo aquello que supo, la gozosa interpretación que el profesor hizo de la vida, sus conocimientos, su sabiduría, no sirve, no nos sirve en última instancia de nada, así como él no es capaz de dar una solución a los problemas concretos, exactos, jóvenes, de su protegida Katia. "¡Usted es mi padre, mi único amigo! ¡Usted es inteligente, culto, ha vivido mucho tiempo! Usted ha sido maestro! Diga, pues: ¿qué debo hacer? -De veras te lo digo, Katia: no lo sé..."
Al tiempo, el personaje hace una profunda y actual defensa de la juventud, a la que los contemporáneos situados en el poder siempre tratan con desdén y desconocimiento: "Esas conversaciones sobre la degeneración de la juventud me producen siempre una impresión parecida a la que experimentaría al escuchar que se hablaba mal de mi hija". Apliquemos su impecable discurso del relato a la maníquea visión de nuestra generación del botellón y sacaremos muchas conclusiones.
Literariamente, el autor se muestra dueño de todos sus recursos expresivos, es ya un Chéjov maestro y maduro, y domina la elipsis como nadie, con lo que transmite con facilidad ese espacio de tiempo vacío en el que las cosas no llegan a ocurrir, o al contrario ocurren grandes tragedias sin adquirir trascendencia en el texto, pero sí en la mente del lector: "Su última misiva contenía el ruego de que le enviase lo antes posible mil rublos a esa ciudad, y terminaba así:«Perdóneme que la carta sea tan sombría. Ayer enterré a mi hijo.» Después de pasar en Crimea cerca de un año, regresó a casa."
Todo ello sin perder de vista nunca la dulzura y suavidad de un estilo que ya empezaba a ser el característico de sus obras mayores, como al contar cómo arropa a su hija ya casi adulta.
"Me abraza, me besa y balbucea las palabras de cariño que yo estaba acostumbrado a oír cuando era niña.
-Tranquilízate, hija mía, no te exaltes -digo yo-. No llores. Tampoco yo me siento bien.
Procuro taparla, mi esposa le da de beber y los dos nos empujamos junto a su cama; mi hombro choca con el suyo y en este momento recuerdo cómo bañábamos juntos a nuestros hijos."
La delicadeza rememorativa y proustiana de ese recuerdo insertado nos emociona durante la narración y junto con mil detalles más no hace sino obligarnos a admirar la maestría de una historia perturbadora y cercana, que se lee con disfrute pero también con una continua sacudida de ánimo.
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Publicado por Miguel Ángel Muñoz en:
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